En un lugar donde solo tenían la entrada permitida los dioses, un lugar donde podían ser ellos mismos, donde no hacía falta ocultarse de los humanos, vivían en armonía unos con otros. Un buen día, un ser despreciable, de aspecto tenebroso, de cabellos negros a la altura del hombro, intensos ojos negros y parte de la cara desfigurada, llegó a aquel lugar que era difícil de perturbar y se acomodó, desalojando a los mismísimos dioses.
Éstos enojados porque sus intentos de destruir a aquel ser fueron todos en vano, unieron sus fuerzas y encerraron a ese ser en ese lugar. Paseando por el universo en busca de un nuevo lugar donde alojarse encontraron un mundo abandonado, Ishtar, donde habitaban doces razas desperdigadas enemigas que se ganaban la vida batallando unas con otras. Los dioses se comparecieron de aquella tierra y decidieron bajar a poner paz, tomando cada dios bajo su seno a tres razas y ofreciéndola sus poderes y su protección.
Así fue como Kinslaagh enseñó a los infernales, a los elfos de sangre y a los vampiros; Rurian tomó bajo su protección a los enanos, a los elfos celestes y a los serafines; Sarkah se encargó de los elfos del bosque, de los licántropos y de los silfos y hada; y Aredhel amparó a los atlantes, a los tritones y sirenas y a los humanos. Ishtar quedó dividido entonces en cuatro imperios: el Inframundo, hogar de los habitantes del fuego; el Eliseo, hogar de los habitantes del aire; el Limbo, hogar de los habitantes de la tierra, y la Atlanta, hogar de los habitantes del agua.